En estas líneas intentaré hacer un análisis de las diferentes transformaciones que dieron lugar a ciertas características de la sociedad actual. Para ello me valdré de una concepción de tiempo lineal y progresiva, que más allá de su relatividad, me sirve como criterio ordenador.
Comenzaré por la ciudad en la que vivo. Creo que Simmel y su eje de la economía monetaria aparecen muy claros en Buenos Aires. El triunfo de la economía monetaria capitalista y el dominio generalizado del dinero implican que la diversidad sea uniformada por un único parámetro, el dinero, que borra las diferencias cualitativas en pos de una absoluta cuantificación de la vida. Esta situación confiere al hombre un espíritu cuantificador que lo lleva a mantener "relaciones racionales" objetivas, numéricas, con los otros hombres y su entorno. De esta manera, la vida anímica del hombre es intelectualizada, él reacciona frente a las amenazas externas mediante una racionalidad defensiva: el entendimiento.
La vida de Buenos Aires me expone a una vida nerviosa muy intensa, debido a la velocidad ininterrumpida de intercambios e imágenes cambiantes con las que me encuentro. Frente a tantos contactos con diferentes personas, y ante la imposibilidad de responder a todos ellos con intensidad, debo adoptar una reserva externa frente al contacto con la gente, que me sirve de defensa y que quizás me haga parecer frío ante los ojos de los hombres de campo o de pueblo. De todos modos, en los últimos tiempos he observado que en el campo se está empezando a tomar también esta actitud urbanita de no saludar.
Según Simmel la reserva externa de los urbanitas tiene como contrapartida interna un sentimiento de aversión, de extranjería y repulsión mutua frente a los otros habitantes de la ciudad. Reserva externa y aversión interna dan como resultado una actitud antipática, que genera la distancia necesaria como para mantener semejante cantidad de relaciones.
En un nivel un poco más general, los urbanitas sufrimos de indolencia, esto es, la incapacidad de reaccionar frente a los estímulos con la energía que éstos requerirían. En otras palabras, se trata de un estado de embotamiento frente a la diferencia de las cosas, que nos hace tener la sensación de que "todo da igual" o "qué importa si total...". El problema es que este sentimiento nos desmorona la personalidad, al sentirnos nosotros mismos desvalorizados. Y yo me siento desvalorizado cuando en el subte y especialmente en el tren pasan seres humanos que me piden ayuda y yo hipócritamente doy unos centavos esperando que se vaya pronto. Y al decir ahora que lo hago hipócritamente confirmo mi indolencia y mi incapacidad de reacción. ¿Cómo voy a decir de mí mismo, tan campante, que soy hipócrita? Lo digo, pero en el fondo no lo siento. Sólo lo siento cuando el que me pide se acerca a mí y me reclama una reacción.
La esencia espiritual de la gran ciudad implica, por un lado, la libertad personal que nos permite circular por donde querramos sin darle cuentas a nadie, pero como contrapartida un sentimiento de soledad y de abandono. Un claro ejemplo de pérdida de esa libertad personal es la que sufren los famosos: no pueden circular como urbanitas comunes, se les es difícil mantener la reserva externa ante el requerimiento de los otros ciudadanos, por eso muchas veces escapan de vacaciones a lugares donde puedan disfrutar nuevamente de esa libertad personal.
Otra condición a la que estamos sometidos los urbanitas es a la especialización, fruto de la gran división del trabajo que caracteriza a la ciudad moderna. Para Simmel, la especialización atrofia la personalidad. Ante la grandeza, la inmensidad de lo impersonal que se vive en la ciudad, los urbanitas aparecemos muy chiquitos, como un puntito intrascendente, lo cual derrumba nuestra personalidad. ¿Qué hacemos entonces los urbanitas para lograr alguna autoestimación, para ser conscientes de ocupar algún sitio? Nos distinguimos. Nos surge una necesidad de ser diferentes, de destacarnos (necesidad aprovechada e incentivada por los productores especializados de diferencias), de ser alguien entre semejante impersonalidad. Es así como aparecen las rarezas y extravagancias propiamente urbanas.
De esta manera, los urbanitas estaríamos entre dos deseos difíciles de congeniar: por un lado el de gozar de libertad individual, y por el otro el de "ser alguien", el de que cada uno de nosotros se pueda distinguir del resto.
Las ideas de Sennett sobre la ciudad también son muy visibles en Buenos Aires. Muchas mañanas cuando me tomo el tren y luego el subte veo el impresionante mecanismo de circulación que se articula en la ciudad para transportar a la fuerza de trabajo hacia el lugar de la producción. Son trenes y trenes repletos de personas en edad productiva. Bajan del tren y circulan velozmente, esquivando obstáculos, tomando atajos y mirando casi obsesivamente el reloj de muñeca[1]. Todos van callados. Lo que se escucha son ruidos de máquinas y las voces de los vendedores ambulantes. Como dice Ezequiel Martínez Estrada, "el tacto de la ciudad es percibido por los pies", no olemos la ciudad y tenemos un gusto mecánico y cosmopolita. Pero circulamos, y velozmente, por lo tanto debemos vivir en una sociedad "saludable". Claro que esta libertad de los hombres para circular por el espacio y en definitiva por el mercado es considerada por Sennett como el origen del individualismo, que tiene como paradigma al "homo economicus", liberado y especializado, practicante de la "ética de la indiferencia".
Ahora, ¿qué ocurrió cuando las multitudes de las ciudades se encontraron inmersas en un espacio de libertad como el que generó la Revolución Francesa? Además de que ese nuevo espacio de libertad permitió una máxima vigilancia policial, ese mismo espacio apaciguó a la multitud, que cayó en la apatía y en la confusión a medida que la Revolución escenificaba sus principales acontecimientos públicos. La multitud, anónima, liberada de responsabilidad[2], se convirtió en un "mirón colectivo" (y eso que no tenían televisión), que miraba pero ya no tocaba a Marianne, Diosa de la Libertad de la Revolución Francesa, cada vez más pasiva y con pechos menos generosos.
¿Cuál es entonces, creo, la idea de Sennett? Que el espacio de libertad -como volumen puro- que brindan la sociedad burguesa y la ciudad moderna a los ciudadanos móviles, termina por embotarles el cuerpo. En cambio, "la libertad que estimula el cuerpo lo hace aceptando la impureza, la dificultad y la obstrucción como parte de la propia experiencia de libertad. (...) La resistencia es una experiencia fundamental y necesaria para el cuerpo humano"[3].
Claro que igualmente Buenos Aires no es el ideal del espacio libre para la circulación, que implicaría además de cloacas, calles y avenidas, limpieza de basura y limpieza del aire, entre otras cosas. Ocurre que la economía neotécnica en la que vivimos actualmente y las ideas de urbanismo inteligente y socialismo municipal no han podido barrer con las consecuencias de la economía paleotécnica (que sigue existiendo) y con el laissez faire que continúa vigente.
La economía paleotécnica dio como resultado una ciudad dominada por los intereses "prácticos" (productivos, útiles para el bolsillo del inversor) sobre las necesidades vitales de quienes habitaban en ella. Partiendo de una concepción del individuo como átomo, a la ciudad se la entendió como un encuentro fortuito de átomos que momentáneamente se encontraban reunidos por motivos egoístas de lucro personal, lo cual implicó que la ciudad industrial careciera de instituciones o plan común y que fuera el campo de la improvisación, cuya organización fue delegada al "laissez faire", que en lugar de generar una armonía competitiva derivó en un caos generalizado. Los principales componentes de esa ciudad fueron la fábrica, el ferrocarril y el tugurio, pero especialmente la fábrica. Todo estuvo supeditado a ella, lo cual generó un medio urbano negro, ruidoso, humeante, contaminado, sucio, oloroso, lleno de pestes, en definitiva, "el más degradado medio urbano que el mundo hubiera visto hasta entonces".
En verdad habría que diferenciar a aquellas ciudades que ya existían y a las que se les adosó la industria, que son de las que en todo caso habla Sennett, de las ciudades industriales que nacieron con la industria y que son de las que habla más específicamente Lewis Mumford. Una cosa son los cambios que surgieron en París, otra la historia de Detroit y también otra la situación de una ciudad como Buenos Aires, en un país que tibiamente recién conoció la industrialización a partir de los años 30 y que a pesar del crecimiento industrial sigue manteniendo una estructura agroexportadora.
De todos modos hoy Buenos Aires es una de las grandes metrópolis del mundo, por lo tanto cuando se habla de las condiciones actuales de vida en la gran ciudad probablemente el análisis será aplicable también aquí.
Volviendo a esta relación Sennet-Mumford, se podría decir en todo caso que en realidad el ideal de la circulación a nivel corporal (con sus ideas de libre circulación del aire sobre la piel, por lo tanto un requerimiento de limpieza) y de circulación en la ciudad (limpia, ordenada) fue un poco dejado de lado en la ciudad industrializada del siglo pasado. No ocurrió así con la aplicación de la circulación al mercado, libre, sin restricciones a la circulación de mercancías (incluida la fuerza de trabajo). En la circulación a nivel del individuo, es decir, la idea de un ser humano móvil, que circula libremente por el espacio, es interesante ver su relación con Foucault y los lugares de encierro propios de la sociedad disciplinaria que apareció en el siglo XIX.
Retomo aquí esa imagen muy vivida en la ciudad de gente que circula de un lugar a otro, de un lugar de encierro a otro. Más allá de que es cierto que en ciertos aspectos la sociedad de control ha sustituido a la sociedad disciplinaria, también es cierto que muchas características de esta última sobreviven todavía con mucha fuerza y no estoy tan seguro de que su crisis actual lleve a su desaparición próxima.
Me detendré un instante en Foucault para seguir el recorrido de su pensamiento y entender la razón del surgimiento de la sociedad disciplinaria y sus consecuencias.
Según afirma, hacia el s.XVIII aparece alrededor de ciertas ciudades europeas una nueva forma de producción que acumula la riqueza no solamente mediante fortunas monetarias, sino principalmente a partir de una materialidad no monetaria: mercancías, stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito. Estas fortunas, a diferencia de la riqueza monetaria, estaban directamente expuestas a la depredación y el saqueo por parte de los sectores pobres de la población.
Por otra parte, en el mismo período se dio un proceso de modificación de la propiedad de las tierras en el campo. Se multiplicaron las pequeñas propiedades, desaparecieron los espacios desiertos y las tierras comunales y los propietarios de las tierras se vieron expuestos a numerosos pillajes de pobres desocupados y vagabundos que ya no contaban con los terrenos comunales para satisfacer sus necesidades mínimas.
Este doble proceso de transformación económica y social en el campo y la ciudad hizo que el gran problema del poder en la época fuese la instauración de mecanismos de control social que permitieran la protección de esa nueva forma material de la fortuna[4].
Para Foucault, este es el motivo que dio origen a la sociedad disciplinaria y este es la razón por la cual en ese período se produjo una reforma y reorganización del sistema judicial y penal en muchos países de Europa.
De una definición del crimen entendido como daño social, y del criminal como enemigo social que debe pagar el daño causado a la sociedad, en el s.XIX se pasó a una idea de penalidad que más que por la defensa de la sociedad se preocupa por "el control y la reforma psicológica y moral de las actitudes y el comportamiento de los individuos", idea a la cual le corresponde una pena anteriormente casi no contemplada[5]: el encarcelamiento o la prisión. Para Foucault esta pena no tiene fundamento o justificación alguna al nivel del comportamiento humano y nació fuera de la justicia ya que es una idea policial.
Por lo tanto, esta transformación en la acumulación de la riqueza implicó de parte del poder un esfuerzo en controlar y vigilar las posibles acciones ilegales de los individuos[6]. Pero en esta tarea no sólo participó el sistema judicial, sino que también participaron una serie de poderes laterales: la policía, instituciones psicológicas, psiquiátricas, médicas (hospitales y asilos), criminológicas (prisiones), y pedagógicas (escuelas).
Así nace lo que Foucault llama la edad de la ortopedia social, ilustrada en la idea del panóptico, en la que existe una vigilancia constante que genera un saber (que es al mismo tiempo poder) sobre los vigilados, un seguimiento que analiza progresos o desviaciones, que premia o castiga, siempre en función de una concepción de la "normalidad".
Pero analicemos ahora las funciones que cumple el control institucional en la sociedad de la vigilancia:
por un lado, explota el tiempo de los hombres, para que se transforme en tiempo de trabajo, de producción. Pero no sólo el control del tiempo en el ámbito laboral, sino en su vida entera, controlando toda su economía.
por el otro, hacer que el cuerpo de los hombres se convierta en fuerza de trabajo, llevando una disciplina general de la existencia. Se pasa de una concepción de cuerpo hecho para ser castigado y atormentado (cuerpo como blanco de la represión penal) a una idea de cuerpo que debe ser formado, corregido, que debe capacitarse como cuerpo capaz de trabajar (cuerpo que no es castigado físicamente -al menos no tanto como antes ni directamente- pero cuya alma es ahora juzgada (voluntad, motivaciones, de allí la individualización de las penas, los atenuantes)). Existe una tecnología política del cuerpo, que apunta a someterlo, calcularlo, explorarlo, desarticularlo, organizarlo, que intenta hacerlo "dócil", sin necesariamente hacer uso de la coerción, utilizando métodos más sutiles, procesos menores que dan forma a una "microfísica del poder", a una "anatomía política del detalle" como por ejemplo:
La distribución de los individuos en el espacio (la clausura y el encierro en un lugar heterogéneo -familia, escuela, cuartel, fábrica, hospital, prisión-; a cada individuo un lugar; emplazamientos funcionales; individuos intercambiables mediante el rango), que recorta segmentos individuales e instaura relaciones operatorias, tendiente a organizar lo múltiple y dominarlo.
El control de la actividad (que el tiempo medido y pagado sea tiempo puro, sin tiempos muertos; la elaboración temporal del acto, el tiempo penetra el cuerpo; correlación cuerpo-gesto como condición de eficacia y rapidez; articulación cuerpo-objeto; utilización exhaustiva del tiempo, la no ociosidad).
finalmente, la creación de un nuevo tipo de poder, polimorfo, polivalente, económico, pero también político y judicial (derecho a dar órdenes, establecer reglamentos, expulsar a algunos y aceptar a otros, derecho a castigar y recompensar), que también genera un saber de y sobre los vigilados, incluso científico (psiquiatría, psico-sociología, criminología, y en general, las ciencias humanas, que no son tan sólo ideas superestructurales, sino que están arraigadas en las relaciones de producción).
Foucault explicita así la artificialidad de entender al trabajo como esencia del hombre, ya que para que esta idea aparezca se necesita de la operación de un poder político entendido no como un aparato de Estado ni de clase en el poder, sino como sub-poder, como "conjunto de pequeños poderes e instituciones situadas en un nivel más bajo, que poseen tácticas para construir cuadros, prescribir maniobras, imponer ejercicios y garantizar la combinatoria de fuerzas. "El trabajo no es en absoluto la esencia concreta del hombre o la existencia del hombre en su esencia concreta".
Yo agregaría que tampoco es su esencia concreta el consumo, en tanto la necesidad artificial de consumo de bienes compensatorios liga al hombre al trabajo, que le brindará el dinero necesario para satisfacer su necesidad[7]. De esta manera los hombres se sacrifican en el trabajo, donde cumplen una función despersonalizada abstracta[8], para sentirse realizados en el consumo. Pero en verdad están alienados también allí, en tanto es la necesidad artificial de consumo de bienes compensatorios lo que les hace ceder parte de su libertad en la producción. Así, sin necesidad de violencia, el sistema se "autoabastece" de trabajadores y consumidores, que viven atravesados por relaciones monetarizadas.
Así, como afirma Foucault, se está formando un nuevo régimen de dominación en el que se ha relajado el poder sobre el cuerpo y se han atenuado los controles de la sexualidad. Es el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, el paso de la fábrica a la empresa, el paso de un capitalismo para la producción a un capitalismo de superproducción orientado hacia el producto y el mercado, hacia el consumo, en donde las empresas se muestran con "alma" y se valen del marketing como instrumento de control social. Es el momento de la crisis de los lugares de encierro, para pasar a un control de corto plazo y de rotación rápida, continuo e ilimitado y que se vale de las nuevas tecnologías de la información. Como dice Daniel Molina en una nota publicada en Clarín[9], “El control social actual no opera violentamente: conoce el mecanismo secreto de nuestros deseos. En vez de golpearnos, nos seduce. En vez de parecernos cruel, lo vivimos como un servicio”.
Veo entonces en las ciudades que la mayor parte de las relaciones entre los hombres han sido monetarizadas, economicizadas. Y me pregunto qué tipo de relaciones se están estableciendo entonces. Hace 5 años, cuando tenía 18 y estaba en mi primer trabajo, me sucedió algo que ahora entiendo como un claro encuentro de mi persona con la "racionalidad económica" de la que habla Gorz.
Andre dice en la pág. 82 que "Era preciso que las actividades productivas de los diferentes individuos llegaran a ser rigurosamente idénticas; sus prestaciones intercambiables, medibles con el mismo rasero; sus rendimientos comparables. Para esto era necesario (...) separar el trabajo de la personalidad de los trabajadores, racionalizarlo y reificarlo de manera que la misma prestación fuera ejecutada por cualquier trabajador (...)". Yo era consciente de esa división, de que el trabajo era el trabajo y de que yo estaba en un estudio contable trabajando por un salario. Lo tenía racionalizado pero nunca había sentido lo que implica ese tipo de relación humana, hasta que decidí irme. Después de verme todos los días con personas con las que parecía haber una amistad -más allá de que con mi jefe no me llevaba bien- les tenía que decir que me iba.
Nunca me voy a olvidar de los minutos previos a mi renuncia. La verdad es que tenía ganas de llorar. Me daba mucha vergüenza deschabar la condición económica de la relación que se había establecido. Me propuse no llorar, no se me debía escapar ni una lágrima. Recuerdo que me encerré en uno de los ambientes, me concentré para no dejar ver mis emociones. Abrí la puerta, le dije a mi jefe que quería hablar con él y nos sentamos. Mi voz era quebradiza, y se lo dije.
Su reacción me impresionó. Lo primero que me dijo fue "bueno, está bien, ¿pero cuándo te vas?". Lo segundo que hizo fue sacar una calculadora y averiguar cuánto dinero me debería pagar por las vacaciones proporcionales y no sé qué otra cosa. Yo todavía estaba conmovido y él ya estaba en otra cosa, como si nada. Llegó el día de irme, le dije "chau, que tenga suerte" y no lo vi nunca más.
[1]Recuerdo aquí la idea de Mumford de que el reloj es el gran aprestador cultural de la revolución industrial, que es fundamental para un sistema bien articulado de transporte y que es un medio para la sincronización de las acciones de los hombres.
[2]Al igual que el poder, camuflado detrás de la burocracia.
[3](pág. 331)
[4]Un ejemplo ilustrativo de lo importante que era para el poder la protección de la nueva forma de acumulación de la fortuna lo constituye el luddismo inglés y la manera en que fue eliminado:
fue perseguido durante dos años por un ejército de 10000 soldados, más de los que Wellington utilizó para iniciar sus movimientos contra Napoleón desde Portugal.
en 1812, en Inglaterra, la destrucción de máquinas se instituyó como delito capital. "(...) la nueva ley representaba, en verdad, el parto simbólico del capitalismo." (Christian Ferrer, "Los destructores de máquinas", en Revista El Rodaballo, número 3, pág. 153)
"las autoridades no sólo querían aplastar la sublevación popular, también buscaban impedir la organización de sectas obreras (...)". (Ídem, pág. 148)
[5]Sólo existía en Francia como pena para los condenados por las lettres-de-cachet.
[6]En realidad las instancias de control provienen de la pequeña burguesía inglesa que intentaba escapar a la ferocidad de las penas de su país, pero luego se produjo un desplazamiento por el cual las instancias de control son apoderadas por las clases poderosas que introducen el control en un sistema penal estatizado.
[7]Aparece clara la idea de Foucault de que no sólo se controla el tiempo en el ámbito laboral, sino en la vida entera, controlando toda la economía del trabajador, al estilo de Ford y el 5 dollars salary.
[8]Tal cual la idea que según Murray Bookchin caracteriza al trabajo en la sociedad moderna "ajeno a la satisfacción humana", "abstracto, objetivo y mensurado por el tiempo".
[9]Molina, Daniel, El control social cambió violencia por seducción, 2/10/1996, Opinión, pág. 16.