La tensión en el vínculo entre los políticos y la administración tiene origen en las características propias del Estado Moderno y en la manera en que, de manera paulatina, se fue extendiendo la democracia representativa.
Para Weber, la característica más saliente de la modernidad está en la racionalización progresiva que impone a la sociedad, siendo la acción racional con arreglo a fines la que más se expande en la modernidad, institucionalizándose en el derecho moderno y en la burocracia estatal, mediante técnicas como la contabilidad moderna o el cálculo monetario.
Esta racionalidad formal, universalista, técnica, que supone el cálculo de los medios más eficientes para conseguir determinados fines, se contrapone a la racionalidad material con arreglo a valores, en la que el fin es un valor en sí mismo, que puede adquirir la forma ética, estética, religiosa o política, siendo esta última la que más conflicto genera con la burocracia en la medida en que se extiende la democracia representativa y los políticos ocupan el puesto de mando del Estado.
Frente a un político con la legitimidad del voto, que resuelve sobre cuestiones de poder, que analiza quien gana y quien pierde en cada caso, y que define los fines de la acción, se encuentra una burocracia con la legitimidad de la eficiencia, que aporta medios (información, conocimiento) para conseguir los fines definidos por el político.
Para Weber, esta distinción de roles en la práctica se borra, y la burocracia invade ámbitos de decisión política, apareciendo entonces un conflicto entre una burocracia que concentra la decisión en la cúpula (racionalización creciente) y una democracia que descentraliza la decisión en las bases (socialización creciente).
Este conflicto deriva para Weber en un triunfo de la burocracia que, por su elitismo, es una amenaza para la libertad de los hombres modernos, que incluso se agravaría en caso de cambiar la propiedad de los medios de producción bajo un modelo de socialismo real.
Con el transcurso de los años, algunas de estas descripciones de Weber fueron comprobándose, mientras que otras mostraron su esquematismo.
Por ejemplo, durante las décadas de 1980 y 90 en Argentina, apareció un nuevo actor que atravesó a los grandes partidos políticos del país, el tecnopolítico, que como explica Iazzetta burocratizó en términos de Weber a la política, añadiendo eficiencia cognitiva a la tradicional eficiencia administrativa de la burocracia, y repuso la posición de la técnica como competidora y al mismo tiempo soporte de la política democrática[1].
Sin embargo, el fortalecimiento y eventual triunfo de los políticos en su tensión con la burocracia y los tecnócratas no necesariamente deriva en un aumento de la libertad y una socialización del poder, ya que si un gobierno toma el control total del Estado se produce una privatización de él, de modo que la limitación de la burocracia y la tecnocracia mediante un líder carismático puede derivar en una nueva forma de elitismo.
Por otra parte, la idea de que los políticos actúan sobre la base del interés general está muy cuestionada. La formulación e implementación de políticas públicas es la esencia del Estado y es parte de su vínculo con la sociedad civil. Estas políticas son respuestas a ciertos temas que llegan a convertirse en cuestión socialmente problematizada, de modo que los políticos deciden operar sobre ellos mediante políticas que la burocracia ejecuta. Sin embargo, hay políticas públicas que no son respuestas a cuestiones problematizadas, sino que solo sirven para la reproducción de la propia clase política.
Como explica Przeworski, “la burocracia debe implementar las decisiones que toman los políticos. No debe ser autónoma. Pero aquellos que toman las decisiones desean utilizar la burocracia para fines partidarios”[2]. De modo que el conflicto entre burocracia y política se renueva como un conflicto entre metas universales de la burocracia y metas partidistas de los políticos.
Como para contrarrestar las ventajas políticas que obtienen los miembros de gobierno como resultado de las políticas que llevan adelante no se puede proponer la autonomía de la burocracia[3] Przeworski señala que la solución se la encuentra haciendo funcionar un sistema de frenos y contrapesos que proteja a la burocracia del control partidario pero le impida llegar a ser autónoma, mediante dos mecanismos institucionales:
El control multipartidario, que es el que ejercen los partidos políticos minoritarios controlando y auditando la implementación de las políticas públicas y otorgándose entre sí poder de veto a la formulación de políticas, reduciendo la discrecionalidad del gobierno.
El control contramayoritario, que es el que ejerce el poder judicial y otros organismos de control, que pueden prevenir abusos de poder incluso cuando el gobierno es ejercido por un solo partido.
Sin embargo, estos mecanismos no siempre funcionan, y suelen mostrar grandes carencias en regímenes hiperpresidencialistas como el argentino. De modo que Przeworski afirma que en última instancia, bajo un régimen democrático la posibilidad de evitar los abusos partidistas queda en mano de los electores, que no solo pueden manifestar su opinión en las elecciones, sino también de forma indirecta por intermedio de encuestas de opinión, disminuyendo su capacidad para gobernar. Esto explica por qué, en muchas ocasiones, son los gobiernos quienes se posicionan como principales clientes de las encuestadoras, a fin de poder influir sobre los resultados publicados.
[1] Osvaldo Iazzetta, “Los técnicos en la política argentina”, en Oscar Oszlak (Comp.), Estado y Sociedad. Las nuevas reglas del juego, Vol. 2, Eudeba/Centro de Estudios Avanzados, Buenos Aires, 2000, pág. 380 a 382.
[2] Adam Przeworski, “Política y administración”, en Luiz Carlos Bresser-Pereira et. al., Política y Gestión Pública, Fondo de Cultura Económica/CLAD, Buenos Aires, 2004, pág. 196.
[3] Porque “nada garantiza que las agencias independientes adoptarán las políticas que prefieren los ciudadanos” (2004:211), de modo que esa burocracia aislada ya no sería instrumento de lo público.