Heredado del evolucionismo biológico de Charles Darwin, el evolucionismo cultural fue uno de los paradigmas dominantes de la antropología en el siglo XIX, con fundamentaciones teóricas como las de Christian Thomsen (1836), Edward Burnett Tylor (1871) o Lewis Henry Morgan (1877) en las que se proponían, con mayor o menor nivel de desagregación, estadios evolutivos comunes a las distintas sociedades humanas, situando de manera explícita o implícita a las naciones de Europa Occidental en el estadio más avanzado de civilización.
Esta concepción evolutiva de las sociedades humanas, criticada desde la antropología y desde la arqueología ya desde finales del siglo XIX (p.e. Franz Boas, 1896) pero con un fuerte arraigo en el proyecto de civilización de Occidente desde el Renacimiento[1], se expandió a distintas disciplinas de las ciencias sociales -economía, sociología, psicología- y también a la política, que adoptaron en mayor o en menor medida la idea de un solo camino y un solo destino para el progreso.
En un contexto de auge del imperialismo, con un extraordinario incremento en el intercambio comercial y social entre naciones, el evolucionismo funcionó también como modelo para actores históricos y de clase de naciones periféricas, como por ejemplo Domingo Faustino Sarmiento[2] o la llamada Generación del 80 en la Argentina del siglo XIX.
El concepto de desarrollo, nacido durante de la Segunda Guerra Mundial para ser aplicado a la parte infantil o adolescente de la humanidad que necesitaba ser ayudada para alcanzar la madurez (Arocena, 2002: 48), heredó de este enfoque la idea de un solo camino y destino válido: el ya recorrido por las sociedades industrializadas de Occidente, que se autodenominaron desarrolladas.
Si bien desde principios de siglo el evolucionismo venía siendo criticado en los medios científicos y académicos, en el ámbito de los sectores dirigentes la postura continuó teniendo vigencia, más aún cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, las naciones de Europa Occidental experimentaron un largo período de crecimiento económico ininterrumpido conocido como los “30 gloriosos años”, que volvió a situarlas como modelo de desarrollo.
Pero a mediados de la década del 70, las naciones de la Europa no comunista ingresaron en un período de crisis y estancamiento[3] que las obligó a probar distintas políticas para recuperar el crecimiento.
Esas distintas alternativas implementadas no consiguieron evitar la exclusión de importantes sectores de la población. Se generaron zonas con regresión no solo económica sino también demográfica, social y cultural, y se produjo “la ruptura de un cierto consenso alimentado por el crecimiento”, haciendo que volvieran a escena los debates sobre la evolución del capitalismo (Arocena, 2002: 18).
Padeciendo los límites de las políticas de reconstrucción tras 30 años de éxito, y sin alternativas eficaces para evitar la exclusión de grandes sectores de la población, se comenzó a aplicar la noción de desarrollo -anteriormente reservada a las sociedades del llamado Tercer Mundo- a la realidad de las sociedades industrializadas, que pasaban a ser pensadas como países en vía de desarrollo.
Sumada a estas dificultades socioeconómicas, la problemática ambiental comenzó a ganar espacio en la agenda, haciendo que, como expresa Arocena (2002: 36), la civilización del progreso técnico sin frenos fuese seriamente cuestionada.
Pero de forma mucho más contundente, los recorridos históricos de los países inicialmente catalogados como “en desarrollo” funcionaron como refutación empírica a la lógica progresiva y de convergencia que plantearon autores evolucionistas como Walt Rostow, que no se verificó en la práctica, y que como se indicó antes, ni siquiera se dio al interior de las sociedades autodefinidas como desarrolladas.
Mientras tanto, una compleja diversidad de manifestaciones en “la zona marginal del sistema” emergieron con fuerza: nacionalismos, regionalismos, localismos, “sociedades que rechazan, a partir de su propia experiencia histórica, la existencia de una sola vía (…), de un proyecto occidental de civilización universal” (Arocena, 2002: 50).
La mirada sobre el desarrollo dejó entonces de plantearse en términos de “un camino único y progresivo en el marco de un horizonte sin límites”[4], para empezar a interrogarse sobre los modos de desarrollo, reconociendo la diversidad de caminos y metas posibles, enfatizando sobre tendencias a la descentralización y a la valorización de la iniciativa e identidad locales.
Como síntesis, se observa que en distintos momentos fueron apareciendo diversos factores -debilidad teórica, crisis en la sociedad modelo/meta, ausencia de sostenibilidad ecológica, refutación empírica, explosión de las diferencias- que, sumados y potenciados, llevaron a una crisis del paradigma evolucionista, aunque su reduccionismo lejos está de haber desaparecido cuando sectores académicos, dirigentes o los mismos individuos imaginamos el desarrollo y el porvenir.
[1] Ver fragmento de Abdel-Malek, Anouar, “Spécificité et endogénéité”, en Clés pour une stratégie nouvelle du développement , Les Éditions Ouvrières, UNESCO, París, 1984, citado por Arocena, José, El desarrollo local, un desafío contemporáneo, segunda edición ampliada, Editorial Taurus - Universidad Católica del Uruguay, Montevideo, 2002, pág. 49.
[2] Véase Sarmiento, Domingo F., Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, 1845.
[3] Caracterizado por una caída en las tasas de crecimiento, disminución de inversiones, quiebre de grandes centros industriales, despidos masivos, reducción del poder adquisitivo y disminución del intercambio internacional, entre otros factores.
[4] Ídem.