(El libro Sobre la libertad fue publicado por primera vez en el año 1859).
Stuart Mill intenta responder en el capítulo a las preguntas ¿cuál es el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo?, ¿dónde empieza la soberanía de la sociedad?, ¿qué tanto de la vida humana debe asignarse a la individualidad y qué tanto a la sociedad?
En tanto la sociedad brinda protección a los individuos que la integran, ellos deben compensar este beneficio manteniendo una cierta línea de conducta para con los demás individuos que la integran. Esa conducta se compone de dos aspectos:
No perjudicar los intereses del otro.
Que cada uno tome su parte (según el principio de equidad) de los trabajos y sacrificios necesarios para defender a la sociedad o a sus miembros.
Para los individuos que no mantengan esa línea de conducta y realicen actos ofensivos existen dos tipos de castigo posibles:
Castigo de la opinión (puede existir o no, según la voluntad de cada individuo): en el caso de que los actos perjudiciales y/o desconsiderados del individuo hacia otros o hacia sí mismo no lleguen a violar ninguno de los derechos constituidos de los otros. En este caso existe perfecta libertad, legal y social, para ejecutar la acción y afrontar las consecuencias. Esto quiere decir que los llamados "deberes para con nosotros mismos" no son obligatorios.
Castigo por la ley (debe existir, lo ejerce la sociedad a través de sus instituciones): cuando los actos ofensivos violan alguno de los intereses y/o derechos constituidos de los otros y no se los puede justificar por el ejercicio de los propios derechos. En este caso la sociedad, como protectora de todos sus miembros, tiene jurisdicción sobre la persona en tanto las malas consecuencias de sus actos no reaccionan sobre él mismo sino sobre los demás. Esto implica que los "deberes para con los demás" son obligatorios.
Esta diferenciación de los castigos es mucho más que eso. Implica una distinción fundamental entre la parte de la vida de una persona que a ella sólo se refiere y la que se refiere a los demás. La idea es que tanto a la individualidad como a la sociedad se le asignará la parte que más particularmente le interesa.
Por lo tanto -siempre y cuando la conducta de una persona no afecte o viole los intereses y derechos de otra persona- ni uno ni varios individuos están autorizados para decirle a otro ser humano de edad madura que no haga de su vida lo que más le convenga en vista de su propio beneficio, en tanto ese ser humano es el más interesado en su propio bienestar. Es decir, el interés que cualquier otra persona pueda tener en ello es insignificante con respecto al que él mismo tiene, ya que la mujer o el hombre más vulgar tiene, respecto a sus propios sentimientos y circunstancias, medios de conocimiento que superan con mucho a los que puede tener a su disposición cualquier otra persona.
De esta manera, la individualidad tiene su propio campo de acción. Esto no excluye la posibilidad de que los demás puedan ofrecerle y aún imponerle[1] consideraciones que ayuden a su juicio, exhortaciones que fortalezcan su voluntad, pero el individuo mismo ha de ser el juez supremo.
Frente al individuo que actúa de "mala manera" pero que no viola los derechos de los otros, Stuart Mill considera que "Nosotros mismos tenemos también el derecho a obrar de distintas maneras según nuestra desfavorable opinión respecto de [ese] otro, sin menoscabo de su individualidad, sino sencillamente en el ejercicio de la nuestra".
Esta última cuestión es interesante. Porque en definitiva llevaría a tomar a la discriminación como el ejercicio de la individualidad de un "nosotros" frente a la individualidad de un "otro". Así, Stuart Mill considera que frente a ese otro, "tenemos el derecho, y acaso el deber, de prevenir a otros contra él", y también "podemos dar preferencia a otros respecto de él para determinados buenos oficios facultativos, excepto aquellos que tiendan a su mejoramiento". Para Stuart Mill, estas penalidades las sufre porque son las consecuencias naturales y espontáneas de las faltas mismas, no porque le sean deliberadamente infligidas por afán de castigo, y agrega que quien las sufre "no tiene derecho alguno a quejarse".
Pero por otro lado afirma que el hecho de que una persona arruine su vida por una conducta equivocada no es razón para que nosotros deseemos extremar más todavía su ruina, sino que en lugar de desear su castigo, debemos tratar de aliviárselo. Por lo tanto considera que no se debe tener ante ella irritación o resentimiento, ni se la debe tratar como enemiga de la sociedad. A lo sumo podrá ser objeto de piedad y quizá de aversión, y lo peor que uno está habilitado a hacerle es abandonarla a sí misma.
Más adelante, y volviendo a la distinción fundamental entre en definitiva lo público y lo privado, Stuart Mill esgrime argumentos para rebatir la idea de aquellos que piensan que es necesario entrometerse y castigar legalmente -en el caso de ser necesario- la parte de la vida de una persona que sólo a ella se refiere. Los argumentos son:
Que la sociedad ya cuenta con suficientes armas[2] como para encima tener el poder de dar disposiciones y exigir obediencia en aquello que afecta personalmente a los individuos y que según todos los principios de justicia y de política debe corresponder a quienes han de sufrir las consecuencias.
Que la intervención social en los intereses personales hace que los intervenidos se alcen frente a la autoridad usurpadora como muestra de espíritu y valor.
Que el mal ejemplo de aquel hombre cuya conducta, sin perjudicar a otros, es perniciosa para él mismo, no puede generar "contagio", sino más bien todo lo contrario en tanto pone de manifiesto las penosas y degradantes consecuencias que le acarrea a él mismo.
Que cuando el público interviene en la conducta puramente personal lo hace torcidamente y fuera de lugar, en tanto la opinión de una mayoría impuesta como ley sobre la minoría -en cuestiones de conducta personal- tiene las mismas probabilidades de ser acertada como equivocada.
Que la policía moral extendida hasta el punto de chocar con las libertades más indiscutiblemente legítimas del individuo no tiene en cuenta que el público ha atribuido impropiamente a sus propias preferencias el carácter de leyes morales universales. Así, el fanático acusado de irrespetuosidad hacia los sentimientos religiosos de los demás, contestaba que eran ellos los que no respetaban los suyos al persistir en sus abominables cultos o creencias.
Que la lógica de los perseguidores[3] puede hacer que hoy nosotros persigamos, pero mañana, bajo la misma lógica, podremos ser nosotros los perseguidos, y en ese caso la denunciaríamos como una gran injusticia.
Que el derecho social absoluto[4] es monstruoso porque no reconoce derecho alguno de libertad -excepto, quizá, el de mantener las opiniones en secreto- y concede a los hombres un determinado interés en la perfección moral, intelectual y aún física, definida según el criterio de cada reclamante.
Para finalizar, incluyo algunos ejemplos que Stuart Mill menciona como ilustrativos de poco respeto por la libertad:
la supresión, por parte de los puritanos -en los lugares donde son poderosos-, de las diversiones públicas y casi todas la privadas.
la legislación sabatariana, que pretende prohibir terminantemente el trabajo en ese día.
la idea de que es un deber de todo hombre procurar que otro sea religioso.
la condena a la poligamia de los mormones, cuando esa relación matrimonial es voluntaria para las mujeres que la profesan. Con respecto a esto último, y a pesar de partir de una idea evolucionista, Stuart Mill realiza una afirmación que considero notable "no estoy seguro de que ninguna comunidad tenga derecho a forzar a otra a ser civilizada".
John Stuart Mill, "De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo", en Sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1970.
[1]Sería bueno saber a qué se refiere Stuart Mill cuando habla de que esas exhortaciones y consideraciones pueden ser "aún impuestas por los demás".
[2]Tales como la educación, que ejerce un poder absoluto durante toda la primera parte de la existencia; la ascendencia que la autoridad de una opinión admitida ejerce; las penalidades naturales.
[3]Esa lógica afirma que nosotros podemos perseguir a otros porque acertamos pero ellos no nos pueden perseguir porque yerran.
[4]Implica que todo individuo tiene derecho a que todo otro individuo se conduzca, en todo aspecto, ateniéndose rigurosamente a su deber; por lo tanto, la más pequeña falta viola mi derecho social y me autoriza para pedir a la legislatura la reparación del daño.